510 EL ECO DE LA VEFDAT). tuno, no dar un paso hasta raí vuelta á Roma lo que será á mediados de este mes; pues he podido arreglar mis asuntos con mas facilidad de lo que pensaba. Decid á Victorino que no se cuide de saber noticias de Elpidio y que se abstenga de hablar coa ninguno de los familiares del conde; es precaución que no debe desatender. Que no se apure, que me espere; pues de seguro la borrasca será disipada con un soplo. Me gusta el que siga frecuentaudo la Universidad. Hasta nuestra vista.» — ¡Ah! ¿No te lo decia yo hijo raio, que debes esperar bien del año que principia? — exclamó mamá llena de júbilo, entregándome la carta. Yo la cogí con afán y mióutras la devoraba. Columba acercándose á la madre, le dijo á medía voz — cuanto me alegro y cuanto gozo con que e! Señor os envié algún consuelo. ¿Con que Victorino está declarado inocente eh? ¡oh! qae buena cosa inocente! inocente! Desde este momento mi pobre corazón fué un campo abierto á toda ciase de contradicciones. No hay sentimiento ni grato, ni moie^to que él no haya experimentado cien veces cada día. No hay afección por extraña que se imagine que no haya disputado con otra opuesta su dominio. No hay pasión ni triste, ni alegre que no haya pretendido tomar en é). asiento de raiz. Si un dia la llegada del Prelado, que me había de reconciliar con el conde, me aterraba; al siguiente la deseaba, hasta el punto de hacerme muy tardía la hora de su vuelta. Acabo de alegrarme con pensar que pronto volvería al palacio á ser el niño mimado de la casa; pasa un momento y yo me horrorizo, me estremezco, y prefiero mendigar antes el pan como pordiosero. Por la mañana, las esperanzas mas lisonjeras que hayan sonreído jamás á humana fantasía, me acarician dulcemente, y me fascinan; por la tarde, un terror mortal me ocupa y anonada. Ya me consumo con el ansia de mitigar la melancolía de la mísera condesa: ya me siento por coo)pleto indiferente a sus penas, y frió como el hielo á la memoria de sus materiales caricias, ora se me presenta á la memoria el adininisfcrador tal cual es, ó tal cual yo me lo figuro y se despierta en mi la rabia, el orüo. ora viéndolo ya espirante, ó bien hecho cadáver en la casa, me calmo, siento compasión y rae pesa de no haberle acaso correspondido con la mansedumbre que debía. Una? veces me figuro que soy seguido por algún sectario asosino y me estremezco; otras la sombra de Virginio se me presenta delante y me aflijo; otras la cara del enganchador, y me irrito y después me pierdo en un mar de congeturas, sospechas, aseveraciones, ambigüedades, denegaciones y me iudigno conmigo mismo. En seguida oigo á mi madre que me hace alegres presagios y me animo; luego á Fray Mariano, que me repite aquel dulce arcano de la Virgen; me conmuevo y caigo de rodillas delante de la reina del cielo, y lloro y me aplaco. Por todo esto el tenor de mi vida está reducido á un querer que no quiere, un temer que espera, á un afirmar que niega, á un odiar que ama, á un huir que busca, á un atormentar que consuela; en suma á una larga serie de contrastes y luchas, que se parecería á verdadera locura, si centro de todo movimiento, blanco de todo deseo, rayo de todo fuego, no fuese al fin aquella celestial señora, que dijo ó parecido decir en Loreto á Alcibiades amo á Victorino. Verdadero ó falso aquel celestial dicho, lo cierto es que el haberlo oído de ia boca de Fray, Mariano, me hace muchísimo bien y me ensancha el corazón de un modo que no sabría esplícar. Me complazco en creer lo verdadero. Po? esto antes de ayer, fiesta de la Epifanía ha-, bitmdoseme ocurrido por la tarde el ir hacia el lado de la fuente de Trevi me adelanté deliberadamente hasta la iglesia de S. Andrés delle Fratte donde está el cuadro milagroso de la Virgen que convirtió al hebreo Alfonso Ratisbonne. Entré, me postré de rodillas delante de la balaustrada de la capillita y estuve por un buen rato considerando aquel dicho que tanto ha recreado y confortado ¡ni espíritu. Salí muy consolado y lleno de vagas esperanzas; pero en el momento en que dejaba ¡a plazuela de delante de la iglesia y torcía para tomar la calle . de la Merced, un carruage cerrado desemboca por la calle de la propaganda y pasa á un lado. Miro para apartarme y ¡ay de mi! dentro venia la condesa Melania. Mis ojos tropezaron con los suyos. Conocerme, echar fuera la cabeza, dirigir hacia mí la mano, gritar al cochero, parar, todo fué uno. El cochero detiene los caballos; yo aturdido, muevo un paso hacia adelante y dos hacia atrás, saco el sombrero, titubeo, quisiera escaparme y al revés voy derecho al estribo del coche, y si no fuera por el puno, riela cerradura de la portezuela, á la quemeagarré, hubiera caido cuan largo era en el suelo. - — ¡Pablo! ¡Victorino! me dice la señora con ansiedad. -—Es él, ¡oh! mirad, es el mismo, — repite la bija acercándose á la espalda do la condesa, que habia sacarlo el cuerpo afuera con el afán de saludarme. Hice una reverencia á las dos,