S u e v i a R evista Ilustrada ANO II HABANA, 21 DE ABRIL DE 1912 NÚM. il EL CIEGO DE MI CALLE ON un acordeón desafinado, que por lo stició y viejo parecía sacado de algún museo de antigüedades, acompañado de un chiquillo harapiento y taciturno que nunca reía y que siempre miraba al suelo como queriendo ocultar una pena muy honda, andaba el ciego de mi calle pidiendo limosna. Digo, no, él no pedía limosna, ni su guía tampoco. Era su acordeón quien, con notas discordantes que por lo tristes parecían lamentos de agonía salidos del pentágrama del dolor de un alma en pena, decía al transeúnte que allí había un desgraciado que imploraba una caridad para vivir. ¡Y qué bien sabía el acordeón pedir limosna para el ciego! ¡Cómo hacía vibrar las cuerdas más rígidas de nuestra sensibilidad inspirándonos un raudal de ternura y de amor" á los desvalidos...! ¿Quién, que lo oyera, no se estremecía y no sentíase impelido como por una fuerza oculta á socorrer al ciego?. Cuando algún sér piadoso le daba una limosna, el chiquillo, su guía, alargaba su descarnada mano, la recogía y se la echaba en el bolsillo al ciego. Y éste, al sentir el contacto de la mano de su compañero dándole la limosna, alzaba su tostada faz al cielo y, gesticulando de mil maneras y removiendo con premura la carne de sus cuencas, apretaba contra su pecho el acordeón y arrancábale una música inarmónica, sí, pero tan extraña y misteriosa que conmovía, que hacía presentir un más allá ignorado; algo que se siente, pero que no puede explicarse: algo en fin, ultraterreno. . . Dijérase que aquel acordeón te¬ nía aprisionada alguna voz sobrehumana que suspirando y gimiendo nos decía las penas del ciego; porque á veces eran sus notas flúidas, tenues, melancólicas, tristes, de una tristura honda, muy honda... Otras, eran sutiles, delicadas y suaves como una oración... Parecía que nos hablaban de algo misterioso y sublime como salmos conventuales cantados por un coro de ángeles. ¿Qué nos diría el ciego en las notas inarmónicas de su acordeón? i Quién sabe! Tal vez muchas cosas que ni él entendía ni nosotros tampoco. Pero de que nos decía algo no cabe asomo de duda. ¿Porqué si no, temblar y dominarnos una compasión extraña, que nunca habíamos sentido por socorrer al desgraciado? Una tarde neblinosa y fría corrió por el pueblo la noticia de la muerte del ciego. Movido por una extraña curiosidad, ó lo que fuera, quise verlo y me presenté en casa de unos vecinos, cristianos y piadosos hasta más no poder, que lo tenían en capilla ardiente para darle cristiana sepultura al otro día. Kl dueño de la casa me recibió y enseñóme el cadáver del ciego. No pa recia que estaba muerto: creeríasele en éxtasis nimbado por una luz gloriosa. Un señor muy aficionado á la música hízose .con el acordeón cre3^endo arrancarle las mismas notas que el ciego le arrancaba; pero apesar de ser buen acordeonista, nada pudo tocar. Indudablemente-me dijo-este acordeón cuando el ciego lo tocaba tenía algo. josk LESTA MEIS. UNA MKKIKXDA KX PnCNTKDKrMK